Resultó que la manzana estaba envenenada y aunque apenas lo labios rozaron la superficie el cuerpo ya se desvanecía, cayendo lentamente en el aire, deseando el golpe, temiéndolo también, y nunca llegaba. Parecía que la materia se había hecho nada y un todo al mismo tiempo, ese momento en que debía estamparse, romperse o sólo magullarse se posponía una y otra vez, un bucle de caídas sin golpe, sin dolor, nada. Se convirtieron en una rutina hasta que un día la manzana fue mordida y el ente se paralizó, para siempre.
El corazón latía, el cerebro no se había fundido, incluso notaba la sangre correr por sus venas, pero la sonrisa paralizada, la mirada perdida se habían delatado a ellas mismas. Ahora sí vivía, o eso es lo que ellos creían.